Redención.
Redención.
1.
En aquel tiempo era complicado no conocer a Daisy Staunton. Ahora sé que nadie llegó a conocerla en realidad. Cuando Harry me ofreció aquel contrato no tuve que pensarlo mucho. Yo trabajaba como creadora de contenidos; ellos necesitaban un impulso. Habían perdido algunas cuentas importantes. Escribir para ella suponía un reto tan atractivo para mí que en realidad solo puse una condición: Si tenía que escribir para ella, necesitaba conocerla a fondo.
Ese lunes me trasladé a su mansión en Santa Mónica. La casa era enorme, lujosa hasta lo obsceno. Allí se hacía todo, desde escribir los guiones a grabar, editar o publicar los vídeos en las redes. Una pequeña industria frenética y absorbente al servicio de una de las influencers más conocidas y rentables. No había día en que no hubiera una fiesta, una entrevista o una reunión con los accionistas; te podías encontrar a un equipo de maquillaje en la cocina o a una cohorte de abogados saqueando el bar de la piscina. Si aquello fue alguna vez un hogar, el negocio lo había arrasado hacía mucho tiempo.
Daisy era la cara visible; Harry se encargaba de todo lo demás. Nada escapaba a su control. Desde negociar contratos millonarios a encargar los regalos de cumpleaños. Daisy apenas tenía de qué preocuparse, aparte de estar bien, siempre, en cualquier circunstancia, y entregarse a la cámara cada vez que había que presentar y convencer.
—Deberías probar esta hidratante, Susan. Es muy buena.
—Lo sé, yo te escribí ese guión.
—Pero es que es cierto, cariño, es realmente buena. Mira como te deja la piel. Yo siempre pruebo todos los productos.
De hecho los probaba, absolutamente todos. Si tenía esa increíble capacidad para convencerte es solo porque ella no mentía: antes se había autoconvencido. Ese era su verdadero poder. Y se transmitía. Aquello funcionaba.
Desde mi llegada la producción no dejó de crecer. No alcanzabas a comprender como aquella figura tan sencilla y menuda podía generar el aluvión de dinero que mantenía todo aquello en marcha y, sin embargo, era ése el milagro que sembrábamos cada día. Cada noche contemplábamos nuestra cosecha ante la enorme pantalla plana del salón.
Pero eso no era suficiente. Cada vez que Seth Wilson se reunía con Harry, temblaban hasta los cimientos. Aquella maquinaria despilfarraba más de lo que producía, y cada vez exigía más. Solo tuve que prestar atención a las órdenes y a los cambios de humor de Harry para darme cuenta de que nada de aquello era sólido. Para Daisy era solo dinero, nada más, pero no era así para Harry. Vi como Seth Wilson llegaba a amenazarle. Cuando salió de aquel despacho Harry se quedó allí encerrado algunas horas.
Algunas noches, cuando la mansión recobraba algo de paz, les oía discutir. Recuerdo que Daisy, durante una cena, le pidió unas vacaciones.
—Aguanta un poco, princesa. Ahora no es el momento. Pero, si quieres, dentro de unas semanas podríamos irnos a Bahamas.
—Yo necesito descansar. Ahora, Harry, no dentro de una semana o un mes. Ahora.
—Lo sé. Es todo esto… Solo te pido un poco de paciencia. Piensa en nuestra villa en la colina, la playa, solos tú y yo…
—Solos tú y yo. Parece un sueño… Harry, ¿allí podré estar todo el día en shorts?
Creo que Harry la adoraba, puede que por todo lo que le exigía o quizás solo porque era imposible no quererla. Sentías ese impulso de protegerla, de impedir que nada le afectara. Aquella noche subieron cogidos del brazo al dormitorio, pero no llegaron a hacer aquel viaje. Nunca supe si incluían a la pequeña en aquellos planes.
Harper, pese a su corta edad, apenas hacía ruido. Harry nunca tenía tiempo para ella, más allá de un par de caricias impostadas cuando su presencia se hacía inevitable, y Daisy no era de ese tipo de personas que se ocupan de los demás. Las veías juntas en el salón, una en la cuna y otra en la mecedora, y eras incapaz de decidir cual de las dos parecía más adorable y, a la vez, más desvalida. Pues si en Harper la vulnerabilidad era inherente a su edad, en Daisy era consustancial.
Incluso aquella mañana, con Harper entre sus brazos, confieso que no supe a cual de ellas hubiera querido proteger. Acudí alertada por ese llanto histérico tan extraño en la mansión. El traje negro y las gafas oscuras aguardaban ante la puerta. Daisy le repetía a Harper que solo eran unas vacaciones. Harry intentó acariciarle el hombro. Ella reaccionó como si le quemara. Era tan estremecedor que me pareció fuera de lugar: solo se trataba de unas vacaciones. Cuando Daisy se la entregó a aquel hombre, se abrazó a Harry y se permitió llorar mientras le exigía una respuesta con la mirada.
—Son solo unas vacaciones, princesa. Solo unas vacaciones.
Él me entregó poco más tarde el borrador de la declaración. Si entonces no comprendí el verdadero alcance de mi decisión, el revuelo mediático que se originó, y que se trasladó directo a la cuenta de resultados, fue la mejor prueba de la indignidad que acababa de cometer. Lo escribí. Si, lo escribí a pesar de la amenaza implícita entre aquellas líneas, pero no fue el temor a Harry lo que me decidió.
«Estamos desolados. Esta mañana han secuestrado a nuestra pequeña Harper.»
Así comenzaba el mensaje, un texto escueto y desgarrador que saturó las redes sociales en cuestión de horas. Aquellas 48 palabras conmocionaron al mundo. Llegaron a todas partes. Las leyeron millones de personas. Y decidieron apropiarse de todo ese dolor.
2.
La verja de la mansión se fue poblando de flores y ositos de peluche ante los que decenas de personas hacían vigilia portando velas. Tuve que escribir más, tuve que mentir más, para que los protagonistas de aquella tragedia amortizaran tan ansiada popularidad. Daisy leía obediente y compungida, vendiendo éste como uno más de los productos que Harry negociaba para ella. Él atendía con la misma eficiencia a los oficiales de policía que a los mercaderes de ciberespacio. Ambos aparecían juntos ante los medios, unidos por el dolor, pero había surgido una barrera insalvable entre ellos. Harper nunca había estado tan presente en aquella casa.
Cada llamada de la prensa, cada falsa alarma y cada nueva entrevista iban socavando el plan. Al segundo día noté que apenas hablaban entre ellos, hasta que esa noche oí de nuevo gritos en su dormitorio. Daisy vino a mi habitación.
—Creo que no voy a poder soportarlo.
—Sabes que ella está bien, Daisy.
—Si, tiene que estar bien. Pero es… otra cosa. Noto como me miran.
—Es muy duro. Piensa que esto acabará pronto.
Cogí su mano. Ella apoyó la cabeza en mi hombro y así permanecimos un tiempo, solas, en silencio, sin atreverme a respirar siquiera para no romper la magia de aquel instante. Me odié por aquello. Ella nunca habría imaginado cómo la deseaba y, sin embargo, un oscuro vaho de culpa convertía cada gesto en algo sucio y mezquino.
—Debes ir con él, Daisy.
—Me siento extraña. No sé que decirle.
—Si quieres te escribo algo.
Hay sonrisas que sellan maleficios. La que me dejó aquella noche fue una de ellas. Al día siguiente su cara volvió al guión, y creo que ya no salió más de él. A Daisy se le transparentaban tanto las emociones que no necesitaba ropa oscura. La situación no podía ir a mejor. Harry se mantenía firme, atendía a todo el mundo para evitarle cualquier mal trago. Ella se pasaba el día balanceándose en su mecedora, abstraída de todo, atada a esas cosas sencillas que le recordaban que seguía viva. Por las noches volvían los gritos y, a veces, las lágrimas.
—Susan, necesito tu coche.
Sabía para qué lo quería. No podía negárselo, ni permitir que fuera sola. La oscuridad nos ayudó a llegar hasta el garaje sin ser vistas. Las carreteras estaban vacías. No pensamos en los controles, pero no nos encontramos ninguno. En menos de una hora llegamos al carril de la cabaña de caza.
—Soy Daisy. Abra la puerta. ¡Ábrala de una vez!
El hombre se asomó por una rendija y, tras encañonarnos con la linterna, bajó su escopeta. Harper dormía tranquila en su cuna de madera. Daisy la tomó en sus brazos. Empezó a acunarla y cubrirla de besos. Yo me senté a la mesa con aquel hombre. Acepté el café que nos ofrecía. La niña estaba bien, nadie nos había seguido, no había mucho más que hablar.
Aquella mañana fuimos algo parecido a una familia. Daisy preparó algo de comer. Yo cambié a la niña y calenté agua para bañarla. El aroma a talco y café recién hecho nos trasladó a un mundo distinto, un reducto de aire puro e ideas limpias. Daisy sumergió a Harper en la tina de madera mientras la ayudaba preparando una toalla y ropa para cambiarla. No vimos la sombra de Harry atravesar la puerta.
—¿Qué habéis hecho? ¡Habéis estado a punto de joderlo todo!
Daisy le encaró sin soltar a Harper.
—Tenía que ver a mi hija, ¿comprendes? ¡Tenía que verla!
—¡Tu hija! Vosotros dos, ¡Salid fuera de aquí! ¡Fuera he dicho! Y tú, princesa, ¿te has vuelto loca? ¡Podían haberte seguido!
El hombre y yo nos quedamos fuera, junto a la valla, atentos a los gritos que provenían de la cabaña. Escuchamos sin mirarnos el uno al otro, paralizados, convertidos en esas estatuas de los anfiteatros romanos que están, pero no están. Temí por mí, y temí por ellos. Los gritos y las amenazas, cada vez más intensos, acrecentaban mi angustia. Solo nos sacó de aquel letargo el rugido seco de la escopeta seguido de un grito escalofriante que, por encima de toda aprensión, nos arrojó al interior de la cabaña.
Harry estaba en el suelo, tumbado pero indemne. Descubrimos con alivio que no había manchas de sangre en su ropa. La escopeta yacía en el suelo todavía humeante. El hombre le ayudaba a incorporarse cuando Daisy apareció por la puerta del baño, sobrecogedora y demudada, llevando en sus brazos a Harper, empapada, con su carita de cera azul y un bracito colgando inanimado.
3.
El clima de la habitación estaba cargado de congoja e impotencia. Allí, desamparada entre los recolectores de despojos, estaba ella, desfallecida e intemporal, tan evidente que parecía esculpida en su mecedora blanca, vestida sin más importancia con un susurro gris vaporoso y plomizo, una presencia tan certera y manifiesta que te hacía sentir que habías escogido mal tu ropa esa mañana.
Me senté a su lado y cogí su mano. Estaba helada.
—¿Quieres repasar la declaración?
—No es necesario, Susan. Estará bien.
—¿Te ves con fuerzas?
—Estará bien, Susan, solo tengo que seguir el guión, ¿verdad?
Durante aquellas horas desfiló por la mansión todo el que era alguien en la ciudad. La policía tuvo que formar un cordón de seguridad. Tratamos de aislarnos de cuanto pasaba, pero el permanente flujo de noticias traspasaba cualquier defensa. Pronto se filtró a la prensa el resultado de la investigación. La imagen del cuerpo de Harper arrojado entre los cañaverales de un perdido arroyo empezó a circular por las redes. Era solo cuestión de tiempo que los investigadores encontraran un rastro. Harry nos encerró a las dos en su despacho.
—Seth se empeña en que hagamos control de daños. Ahora todo depende de nosotros. Tenemos que mantener la boca cerrada, ¿comprendéis? Lo hecho ya no tiene remedio. Pero tenemos que reaccionar. Tenemos que hacer un comunicado. Susan, encárgate. Sin rencores ni venganzas. No somos más que unos padres que han perdido a su hija. Daisy, tú y yo vamos a salir ahí, y vamos a ser la imagen perfecta del dolor. ¿Te ves con fuerzas, princesa?
—No, Harry, me pides demasiado.
—Tienes que hacerlo, princesa.
Y lo hicieron. El récord de audiencia pasó desapercibido. Aquella noche no hubo nadie mirando la pantalla del salón. Les encontré en la cocina, solos, sin hablar, con la mirada vacía y la sopa enfriándose. No pude reunir el valor suficiente para preguntarles qué había pasado entre ellos cuando nos fuimos de la cabaña. No había podido cuando Daisy se montó en el coche y dejamos allí a Harry con aquel hombre. Ni pude tampoco en el horrible trayecto de vuelta, mientras ellos trasladaban a la pequeña Harper. Era duro descender a las raíces del dolor de Daisy, imaginar qué tuvo que contemplar, pensar en cómo tuvo que transigir. Sentir cómo ahora tenía que callar.
Ahora debía protegerla, más que nunca, de todo y de todos. No podía sacarla de allí pero tenía que estar a su lado. Aquella noche no discutieron.
Los agentes de policía vinieron pronto a informar, como cada mañana, pero esta vez tardaron demasiado. Harry salió esposado de su despacho. Daisy se echó en sus brazos. Harry la miró sonriendo y le entregó en una sola frase todo lo que hubiera querido poder decirle.
—Todo va a ir bien, princesa. Todo va a ir bien.
Después supimos que los restos de su ADN en el cañaveral tuvieron la culpa.
Ella fue incapaz de hablar. Pasó el día encerrada en su habitación. Yo traté de controlar la situación en la mansión. Mandé a todo el mundo a su casa y me saqué de encima a los medios como pude. Más tarde subí a llevarle una infusión. Su rostro, arrasado por las lágrimas, era solo una sombra de aquel que encandilaba a medio mundo. Su mirada, un vacío. Sus manos, un estéril manojo de sarmientos. Su boca, un desierto.
—Solo seguimos el guión, Susan.
Tardé en comprenderlo. Pensé que hablaba por inercia, que seguía atrapada en esa obediencia pasiva que la liberaba de toda culpa y toda responsabilidad. Pero ella repitió esa frase una vez más y entonces lo vi. No me había atrevido a imaginarlo, pero ahí estaba la verdad, desnuda, ante mis ojos. Le pregunté. Le arranqué las palabras una a una hasta que tuve la certeza de que fue ella, y no Harry, quién decidió seguir adelante con el engaño aquella noche en la cabaña. Supe que Harry había querido acabar con todo, que ya había llegado al límite de lo que su conciencia podía soportar y entonces, derrumbado y exhausto, le preguntó a Daisy si debían entregarse y confesarlo todo. Conocí de sus labios cada detalle de ese momento fundamental y al final, palabra por palabra, con esa sencillez con la que hablaba de un dentífrico o una falda de cuadros, me entregó su respuesta.
—Tenemos que seguir el guión, Harry. Siempre lo dices. Hay que seguir el guión.
Nunca más volví a verla. A veces Harry me cuenta algo de su vida, pero cada vez soporto menos el viaje a San Quintín.
A modo de explicación.
Este es el relato que he presentado al desafío relato48 de la editorial exlibrit. Se trataba de escribir un relato basado en la temática propuesta (en mi caso escogí la frase «Aquellas 48 palabras conmocionaron al mundo»), escrito en solo 48 horas y con un límite de extensión entre entre 1480 y 2480 palabras. Los que me conocéis ya podéis imaginar que a mi el limite inferior de palabras no me importaba mucho.
Lo publico aquí, primero, porque lo permiten y, segundo, porque así el esfuerzo tiene sentido. No creo ni espero que mi relatos llegue a ninguna parte, teniendo en cuenta que se han presentado 5.000 personas a este desafío. Pero eso a mi me importa bien poco.
Sí me importa, y mucho, lo que he podido aprender al hacerlo. Porque así veo cada uno de estos retos, como una oportunidad para aprender y mejorar. Y si tenéis la amabilidad de comentarlo, además de la gentileza de leerlo, me ayudaréis a encontrar los errores y hacerlo mejor la próxima vez.
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