Hay noches plagadas de respuestas.

 1.

Es sabido que por mucho que corras tus temores huyen contigo. Fran no conocía aún esa lección. Corría, como otras noches, adentrándose en la espesura. Aquella era su elección: Los miedos del bosque. Allí solo tendría que preocuparse de lo desconocido. Corría hacía lo desconocido, hasta que quedaron atrás las luces, las casas y las calles. Y también los gritos. Siguió corriendo monte arriba, sin descanso, por caminos de cabras y antiguos pedregales, hasta que notó que perdía el resuello.

Jadeante, con la mano en el costado, se dejó caer en el centro del claro que había en la cima. Miró a su alrededor. Como ya no podía correr más decidió que no quería hacerlo. La noche era oscura, las estrellas, frías, el viento un susurro y el bosque, silencioso y erguido como un muro a su alrededor, se antojaba un extraño castillo, o una oscura prisión. Miró de nuevo a su espalda con recelo, pero no vio ojos entre las ramas, ni luces en la penumbra, ni sombras en la oscuridad. Se abrazó a sus rodillas. Esta vez no iba a llorar. Solo era sudor. Solo eso. Nada más.

Un chasquido le hizo volverse de pronto. Seguía sin haber nada extraño, pero un restorte le puso en pie. Una vez le contaron que había zorros en el bosque. Cuentos para asustar a los niños. Bobadas. Sintió frío en la espalda. Su cuerpo se puso a caminar sin pedirle permiso. Pero Fran no quería volver, no todavía. Tal vez podría bajar al otro lado de la colina y tirar piedras al lago. Si, esa era una buena idea. Cualquier cosa antes que volver.

La luna recostada sobre las aguas le arrancó un reflejo a la ventana de una vieja cabaña. Se acercó a la orilla y buscó en el suelo la piedra perfecta; plana, pesada, del tamaño justo para sostenerla entre el índice y el pulgar. El primer lanzamiento se perdió entre las sombras. Buscó otra, y luego algunas más. Probó una y otra vez, apuntando a la cabaña hasta que un apagado estruendo de cristales rotos le hizo sentirse satisfecho. Y culpable. Miró a su alrededor. Alguien podía haber oído aquel ruido. Tal vez debía echar a correr. O quizás, si corría, sabrían que había sido él.

Pero nadie fue a buscarle. Nada rompió el silencio. No podrían acusarle ya de nada. Apuntó de nuevo mas, cuando iba ya a soltar el brazo para lanzar la piedra, vio como se encendía una luz dentro de la cabaña. Ahora si tenía que correr.

2.

No quiso volver hasta que el infierno de su casa le volvió a empujar, dos noches más tarde, contra los miedos salvadores que poblaban la colina. Allí, al menos, nadie bebía, nadie insultaba y nadie le daba palizas a nadie. Pero, una vez llegó a su cotidiano refugio, le invadió la necesidad irresistible de ir de nuevo a la cabaña, unida sin remedio al temor de acercarse a ella. La culpa actuaba como un imán. Al fin y al cabo solo había roto un cristal. Dejó el claro para bajar en sigilo por la ladera, volviéndose a cada paso, hasta acercarse a tiro de piedra de la vieja cabaña amparado en la penumbra. Escondido tras lo que en otro tiempo fue un muro, asomó la cabeza con mucho cuidado para poder contemplar su obra.

—Así que fuiste tú, ¿no?

Fran sintió un escalofrío que le paralizó por completo. El hombre le tenía bien agarrado por el cuello. Logró volverse, o quizás fuera él quién le obligó a girar la cabeza. Su vieja cara a un par de palmos de distancia se apareció como un abigarrado mar de arrugas surcado por dos cejas pobladas e imponentes, blancas como un alud, bajo las que un par de ojos pequeños, astutos y negros como la noche asomaban de alguna manera.

—Tranquilo, hijo. No voy a hacerte nada.

La voz manaba de una antigua caverna oculta tras una espesa y enmarañada barba blanca. Fran no se atrevió a intentar el más leve movimiento, ni hizo ademán siquiera de librarse de la tenaza que le aferraba el cuello. El viejo le miró con detenimiento de arriba a abajo y de repente levantó la otra mano. Fran se cubrió entonces el rostro. Por una rendija entre sus dedos atisbó como aquella mano bajaba con suavidad para sacudirle el polvo de la ropa.

—Vaya, vaya, aquí tenemos a un pequeño zorro. ¿Qué haces tú a estas horas en el bosque? Te has escapado de casa, ¿no?

Fran bajó la mirada. Aquellos ojos amenazaban con traspasarle y arrancarle hasta la última verdad. No supo qué responder. La mano aflojó lentamente su presa; ahora podía escapar, pero sus piernas se negaron a reaccionar. El viejo se volvió y empezó a caminar despacio hacia la cabaña. Fran le siguió como un autómata, porque sí, porque no podía hacer otra cosa que seguirle.

Se detuvieron junto a la ventana. Había un cristal nuevo enmarcado en masilla blanca y apestosa en lugar del que él había roto a pedradas. Supo entonces lo que iba a pasar. Ahora aquel hombre le pediría que lo pagase. O le castigaría. O se lo contaría a sus padres, y eso significaría otra paliza. El hombre se quedó mirando a Fran con sus ojos hambrientos de respuestas.

—¡Por favor! ¡No me haga nada, señor! ¡No he sido yo!

—Ya. No has sido tú. Bien, pero, ¿Qué es lo que se supone que no has hecho?

Fran no pudo evitar contestar.

—Pues… eso, lo del cristal. No he sido yo, ¡se lo juro!

—Vaya, vaya. Entonces, ¿Cómo sabías que estaba roto?

Fran no supo que decir. No había nada que decir. Enterró la cara entre sus manos y, aunque supo que podría contener las lágrimas, se permitió por un momento el lujo de tener solo siete años.

—Ven, vamos dentro. Te puedo ofrecer un vaso de leche calentita. Y después te llevaré a tu casa.

—Pero… ¿Se lo va a decir usted a mis padres?

—¿Lo del cristal? —El hombre lo miró con intensidad—. Vaya, vaya, me parece que eso va a ser un secreto entre tú y yo.

3.

—Aquella es la Osa Mayor, y esa más pequeña la Osa Menor. Dice la leyenda que la pequeña osa estaba mamando y de pronto se escapó porque quería jugar con la Luna; entonces su madre echó a correr tras ella, derramando todas esas gotitas blancas que son las estrellas, y así siguieron eternamente, jugando y corriendo, tal y como las ves ahora.

Fran siguió mirando al cielo. Todavía le quedaban preguntas, demasiadas tal vez para un niño tan pequeño. Noche tras noche aquel hombre las iba contestando, al menos aquellas de las que el viejo conocía la respuesta o se veía capaz de inventar una. Pero el niño tenía otras que solo se podían responder con silencios, aquellas preguntas que le arrastraban cada noche a la cabaña, lejos del horror, preguntas que dolían como el viento en el invierno y el frío en la madrugada.

Noche tras noche el viejo lo acompañaba de vuelta a su casa. Se acercaba solo lo suficiente para ver la puerta trasera, oculto tras una roca entre los setos y, apostado allí, esperaba a que Fran entrara. A veces veía como se encendía una luz en la casa, otras  escuchaba algún grito lejano, pero nunca había salido nadie a buscar al niño, ni a esperarlo bajo el porche, ni a recibirlo con un cachete o con un abrazo. El hombre aguardaba cada noche en ese escondrijo sin atreverse siquiera a acercarse unos pasos; cuando el niño entraba en la casa, se marchaba sin dejar pasar un solo instante. Puede que para que no le vieran, o tal vez porque no quería verlos. Si aquella oscura atalaya le infundía tantos temores, el camino de vuelta estaba sembrado de rabia.

Noche tras noche ansiaba que el niño no volviera a buscarle; que no tuviera motivos ya para escaparse e ir a verle, que nada le empujara nunca más a salir en la noche y perderse en el bosque. Lo deseaba tanto como añoraba su presencia. Y cuando Fran venía, entonces se sentía tan satisfecho y tan culpable como si hubiera roto un cristal de una pedrada.

—Alguno he visto, pero no en este bosque. Hace mucho tiempo que no se ven zorros por aquí. Los hombres los mataban, ¿sabes? Ponían trampas y los cazaban con escopetas para que no hicieran estragos en los gallineros. Hace muchos años que no veo ninguno. Es un animal precioso, hijo. Es una lástima que ya no se les vea por aquí.

4.

—Estas muy callado esta noche, Fran.

Aquella noche le preocupó que el niño no hiciera preguntas. Apenas había hablado en realidad. Se fijó en el moratón que llevaba en el brazo, a pesar de que el niño tratara de ocultarlo tirando sin parar de la manga. Algo no iba bien. Decidió que debía llevarlo ya a su casa.

—¡No, por favor! ¡A casa no! ¡Todavía no!

El terror en sus ojos y la angustia en su voz quebrada le dijeron al viejo que esa noche había llegado ya su turno de hacer preguntas. Las respuestas escaparon con dificultad, envueltas en lágrimas, tan amargas y duras como ese pasado del que Fran llevaba años tratando de escapar. El viejo sabía que no podía hacer nada, que no debía hacerlo y, sin embargo, era consciente de que algún día tendría que cruzar aquel maldito seto.  Salieron a la noche y estuvieron un buen rato tirando piedras al lago, hasta que cogió al pequeño de la mano y empezaron a subir juntos hacia la colina.

Detuvieron sus pasos al llegar al seto, como cada noche, pero aquella vez el viejo detuvo al niño y le envolvió en un abrazo protector para que no pudiera ver la ambulancia, ni a los hombres de uniforme, ni a los vecinos asomados a las ventanas. Sintió la tentación de evitarle todo aquello, de cogerlo entre sus brazos, llevárselo a la cabaña y protegerlo de todo y de todos. Allí serían felices, le enseñaría todo sobre el campo, le daría comida y cobijo y todo el cariño que le habían robado hasta aquel día. Le convertiría en una persona honesta, en un hombre sensato y maduro, tranquilo, responsable. Un hombre bueno. Un hombre como él.

Un hombre como él, que no había sido capaz de pasar de aquel seto.

—¿Tienes miedo, hijo?

—Mucho.

—Yo también lo tengo, Fran. Pero tenemos que seguir adelante. Dame la mano, hijo.

Fran le miró por un instante y asintió con la cabeza. Saliendo de las sombras, cruzaron el seto y empezaron a caminar con paso decidido hacia la casa.



Comentarios

  1. Un niño con terror a volver a su casa...; un hombre bueno... Conmovedor. Otra muestra de tu gran talento.
    Un abrazo

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  2. ¡Hola, Isra! Un relato tremendo. Usas la técnica del iceberg para ir mostrando poco a poco esa realidad que se oculta tras el "gamberro" niño que rompe un cristal y en ese proceso creas un motivo de reflexión acerca del mal, la redención, el castigo o la culpa. Cualquiera que hubiera pillado al niño, le hubiera dado una tunda o denunciado a sus padres. Pero el anciano supo ver más allá, supo cuestionarse qué podría estar detrás de ese acto. Y con él vamos "viendo" y comprendiendo. Esa es la diferencia: comprender en lugar de juzgar. Y como es algo no cerrado, rematas el relato con ese final abierto en el que ni personajes, ni lector, pueden saber qué pasará después, porque incluso éticamente son incapaces de poder sentenciar el acto del niño. Magnífico texto, en el que también has sabido hacer más amable su lectura con esa división en capítulos. Un abrazo!

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    1. Comprender en lugar de juzgar. Me quedo con esa frase, lo resume todo. Un tratamiento más explícito del problema de fondo, el maltrato, habría puesto necesariamente al lector en la tesitura de juzgar. Pero yo quería provocar la empatía con los personajes sin ahondar en ese motivo, que queda solo implícito, sino más bien por sus actos y emociones.

      Todo final implica un cambio fundamental en alguno de los protagonistas, en este caso quise que el viejo que se atreviera a ir más allá del seto, como esta sociedad debería ir más allá de ese muro de egoismo, intolerancia e incomprensión en el que se parapeta para autoprotegerse del sufrimiento ajeno.
      Muchas gracias por tu comentario, un abrazo!

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