Bajo la Arena



Bajo la Arena

Como cada mañana, Ahmed salió temprano a buscar el agua, antes de que el sol convirtiera esa obligación en un suplicio. Esperó a Rashid a la salida de la aldea, sentado junto a la cerca, mientras veía pasar a los otros niños. Fátima, con su cántaro sobre la cabeza, Aisha canturreando como siempre, el inquieto Mohamed, Feisal y hasta el perezoso de Rahmid. Algunos le ignoraron pero otros se burlaron de su pelo, mientras desfilaban ante él formando un curioso rosario de odres, vasijas y cueros. Era mejor dejarlos pasar pero, si se quedaba allí sentado esperando, llegaría el último al pozo y tendría que esperar una larga cola.

Ahmed no había sido bendecido con la virtud de la paciencia. Tenía que ir ya al maldito pozo, renunciando a la seguridad de la compañía de su único amigo, pues si les temía, más temía aún la reprimenda de madre. Empezó primero a caminar y después a correr, pero supo que ya no llegaría a tiempo. Decidió entonces dejar el tortuoso camino y acortar un trecho por las dunas. Tal vez sería más duro, pero llegaría antes.

El abuelo le había enseñado a orientarse. En el desierto no hay más sombra que la que uno lleva; como le dijo, si la mantienes siempre en el mismo lugar puede llevarte a tu destino. Él le había mostrado las arenas traidoras que evitaban los camellos y también el rincón donde duerme la víbora. Le habló del simún, el azote de las caravanas, del viento que moldeaba las dunas y del halcón que presagiaba aguas impensables. A veces le hablaba también de su padre.

Mediada la mañana, subido a lo más alto de una duna pudo ver en la lejanía las escuálidas palmeras que custodiaban el pozo. Comprobó que apenas se había desviado y el pozo estaba ya cerca. Bajó por la pendiente abrupta clavando los talones en la arena, acosado por la callada escorrentía de granos dorados que levantaban sus pies descalzos cuando, al llegar al pie de la estribación, reparó en un extraño objeto de color negro que asomaba entre las arenas.

Ahmed se detuvo y soltó la vasija. Trató de despejar la arena alrededor del hierro oxidado y comprobó que estaba firmemente clavado en el suelo. Allí había algo más, tal vez algo de valor. Pero por más que tiró no pudo sacarlo. Estaba clavado bien profundo, tanto que cuanta más arena quitaba, más hierro descubría. Cavó y cavó sin descanso, hasta que la arena que iba sacando formó un montón que amenazaba con derrumbarse y sepultarlo. Miró entonces a su alrededor por si el sufrido desierto le contaba como podía librarlo de aquella astilla y descubrió que apenas tenia ya sombra. Se había hecho tarde, muy tarde, y tenía que llegar al pozo antes de que el sol hiciera imposible el trayecto de vuelta.

Rashid fue a buscarle a su casa después de comer. Pasó aquella tarde jugando con él, ensimismado en sus pensamientos y ajeno a las miradas y a los murmullos envenenados de los otros niños. Soñar con lo que podría haber bajo las arenas le ayudaba a olvidar, a ignorar que le llamaran una y otra vez al’ashqar, el rubio, una verdadera maldición en aquella tierra donde los cisnes tenían la tez oscura y los ojos negros, y no perdonaban con facilidad los caprichos de la naturaleza. Tal vez si volvía con unas buenas monedas madre le haría un pastel y lo cubriría de besos y abrazos. Ahmed cenó en silencio y se metió en su catre madurando un plan para volver a aquella duna.

El amanecer le sorprendió a medio camino de su hallazgo. De madrugada había cogido un odre de agua, pan, unos dátiles y su manta raída, y le había dicho a Madre que iba a ver al tío Hassan, el que vivía en un asentamiento más allá del pozo. Ella no había puesto reparos. Nunca los ponía. Y gracias a esa mentira tendría tiempo para cavar y, por mal que le fuera, por poco que encontrara, siempre podría sacar algo de chatarra para vender y volver a casa con algunas monedas.

Estuvo cavando toda la mañana hasta que el ardiente sol de mediodía le impidió continuar. El calor era asfixiante. Colocó la manta sobre el agujero que había abierto y se sentó debajo de aquella precaria sombra a comer y descansar. Recostado sobre el talud de arena se puso a contemplar su obra. Los hierros oxidados ya iban tomando forma, de hecho eran tan grandes y pesados que iba a ser un problema transportarlos. Como no quería hacer esfuerzos en aquellas horas de más calor se dedicó a limpiarles la pátina de polvo y olvido para tratar de averiguar qué había allí en realidad. En su interior barruntaba algún tipo de vehiculo abandonado en las arenas. Tal vez un carro, puede que un coche. Aún no había llegado a descubrir las ruedas y tan solo tenía a la vista unos paneles de chapa oxidada en los que, al limpiar la arena con los dedos, descubrió unos números pintados, ya casi borrados, junto a los que poco a poco fue apareciendo una cruz negra sobre fondo blanco.

La misma cruz de la que le habían hablado con temor y odio. La que su abuelo le contó que llevaban en el uniforme aquellos soldados que arrasaron la aldea y fusilaron a tantos hombres. Los que le mataron al padre que nunca llegó a conocer.

Pero la carga de tales recuerdos prestados no le impidió seguir cavando. Al caer la noche ya había descubierto la parte delantera y una de las orugas del carro blindado del Africa Korps, cuando el frio sobrevino como una maldición cotidiana. Aunque no quería alejarse de sus descubrimientos, el abuelo le había explicado que la base de una duna siempre era mal sitio para dormir, pues el viento de la noche podía hacerle amanecer cubierto por la arena. Se retiró unos cuantos pasos, excavó una pequeña guarida en el suelo y pasó en ella la noche, acurrucado en su manta.

Continuó sacando arena por la mañana. Ahora ya sabía lo que había allí enterrado y dónde tenía que buscar. Pues si allí había algo de valor, de seguro estaba dentro de la cabina del carro de combate. Tal vez armas, puede que dinero o quizá objetos personales de los hombres que dejaron aquel pecio abandonado a su suerte. Tenía ya poca agua, pero no le preocupaba porque el pozo estaba cerca; buscó el sol para poder calcular la hora y fue entonces cuando vio una silueta recortada en lo alto de la duna. Era Rashid.

-Sabia que tramabas algo, cagarruta. Tu madre me dijo que te habías ido a casa de tu tío, pero nadie te vio pasar por el camino del pozo. Y tu cara no es de las que se olvidan, al’ashqar.

Cuando lo decía Rashid dolía menos.

-Pero, ¿Cómo me has encontrado?

-Me enteré de que el día anterior fuiste al pozo por las dunas, así que solo tuve que tomar este atajo yo también. ¿Qué es todo esto? ¿Lo has encontrado tú?

Las respuestas eran obvias, tanto que Rashid pronto sucumbió a la misma fiebre de Ahmed por encontrar algo de valor y éste, una vez descubierto su secreto, pensó que otro par de manos sacando arena bien valían el precio de compartir lo que encontraran.

Al caer la tarde ya estaba al descubierto todo el lateral del blindado. Siguieron quitando arena hasta llegar a los estribos y las orugas y entonces empezaron a forcejear con la puerta del vehículo. El óxido la había soldado al marco. Arrancaron algunos hierros de la parte delantera para hacer palanca y empujaron con todas sus fuerzas, hasta que la puerta se abrió con un doloroso crujido y cayó al suelo, pesada como una losa. Ahmed y Rashid corrieron a asomarse al interior, pero dieron un súbito paso atrás al descubrir lo que allí se ocultaba.

Sobre cada uno de los dos asientos yacía una siniestra montaña de despojos. Eran los huesos y uniformes carcomidos de dos hombres que habían hallado su final dentro de aquella máquina de matar. Rashid dijo de pronto «¡mira!» y señaló un reloj de pulsera en el suelo del blindado. Venciendo sus temores, siguieron escudriñando el interior en busca de otros objetos de valor, sin atreverse a entrar.

Rashid estaba petrificado, pero Ahmed no había estado allí cavando durante tantas horas para echarse atrás ahora. Cogió el hierro con el que habían hecho palanca y enganchó con cuidado uno de los cuerpos. Empezó a tirar de él para sacarlo y Rashid, que adivinó su intención, cogió también el hierro para ayudarle. Los despojos cayeron en la arena dejando una siniestra nube de polvo.

Ahora podían entrar. Los dos niños se retaron con la mirada para ver quien lo hacia primero, y así permanecieron unos segundos hasta que Rashid rompió el silencio.

-Es tu tanque. Entra tú.

Ahmed le miró de nuevo, protestando en silencio por lo injusto del mandato.

-Entra -insistió Rashid-, venga, ¡no seas cobarde!

-Entra tú, ya que eres tan valiente.

-Esta bien, mierdecilla, entro yo.

Tras varios intentos, frustrados por otras tantas dudas, Rashid se introdujo muy despacio en la cabina polvorienta y oscura, avanzando poco a poco para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. De pronto, se volvió y mostró triunfante el reloj en su mano, al tiempo que gritaba «¡El primero escoge!». Envalentonado, siguió revolviendo el interior.

Ahmed, el que había descubierto el blindado, el que había mentido para poder volver allí y había trabajado hasta el agotamiento para descubrir aquel tesoro, tenía ahora que resignarse a rebuscar entre los restos del muerto que habían caído en la arena. Usando el hierro para no tener que tocarlos los fue separando y registrando, hasta que al voltear un trozo de lo que alguna vez había sido una chaqueta de cuero descubrió la forma cuadrada de una cartera. Se agachó, la cogió con dos dedos, y ya iba a mostrársela a Rashid cuando este asomó la cabeza entusiasmado.

-¡Mira, Ahmed, mira lo que tengo!

Y entonces apuntó al cielo con su mano empuñando una Luger, la pistola reglamentaria del ejercito nazi. Un verdadero tesoro que empequeñecería cualquier otra cosa que pudiera haber entre aquella chatarra. Rashid la miró fijamente. Sus ojos brillaban mientras soñaba en voz alta con la montaña de rupias que podían darle por ese arma, y reía, y apuntaba con ella a una cosa y a otra imitando el sonido de los disparos, mientras Ahmed veía desvanecerse todas sus ilusiones de aparecer en su casa con un pequeño tesoro. Escondió la cartera entre sus ropas, consciente de que el reparto iba a resultar bastante injusto.

-¡El primero escoge! – no paraba de decir Rashid mientras bailaba y saltaba.

-¡Dámela! ¡Por favor! ¡Déjame verla, Rashid!

-¡Es mía, estiércol de camello! ¡Yo la encontré! ¡Es mía!

Ahmed saltó sobre Rashid para tratar de quitársela y se enzarzaron en una lucha que los hizo caer y rodar por la arena, mientras pugnaban por hacerse con la preciada pistola, agarrándose de los brazos, soltando patadas al aire y puñetazos absurdos hasta que un siniestro estruendo les dejo paralizados.

El desierto se tragó la detonación sin un solo eco y les devolvió una ola de silencio. Se miraron el uno al otro, asustados y conscientes de que el arma se había disparado y uno de los dos podía tener la bala en su cuerpo. Así permanecieron durante unos instantes agónicos, hasta que Rashid se incorporó y se quedó mirando a su amigo tendido en el suelo, buscando un fatal agujero en su ropa.

-¡Podías haberme matado, bastardo! – le dijo mientras Ahmed se incorporaba sin poder creer aun que ninguno de los estuviera herido.

Rashid siguió insultándolo mientras Ahmed apenas podía contener las lágrimas, y lloró por el, y por su amigo, y por su tesoro perdido, y por el padre que no tuvo, y por otras mil culpas que nunca nadie le había sabido explicar. Y mientras su amigo se alejaba alardeando de su maravillosa pistola, Ahmed descargó su furia a patadas contra aquellos huesos que se habían convertido de pronto en la fuente de toda su desgracia.

Regresó a su casa ya de noche, trayendo una excusa absurda y unos cuantos moratones en la cara. A esa hora Rashid ya había estado por todas partes hablando y mostrando sus tesoros a los ojos de los curiosos. Al día siguiente la aldea al completo iría al lugar para desguazar aquellos hierros y sacar todo lo que pudiera tener algún valor.

Madre le mandó a dormir sin hacer preguntas, pero a la mañana siguiente se la encontró sentada en el suelo con la cartera abierta delante de sus rodillas. Ahmed se maldijo por olvidarse de esconderla. Y ella, sin soltar una lágrima ni hacerle el más mínimo reproche, sacó un viejo carnet de la cartera y le preguntó si sabía quien era ese hombre de tez blanca, pelo claro y dientes perfectos que sonreía en la fotografía.

-Es… no lo sé…

Madre le insistió con una mirada profunda, agria y callada como el propio desierto.

-Yo solo la encontré… la tenía un hombre que… -y entonces la horrible duda se abrió paso por su entendimiento- ¿Es… no será el que mató a Padre?

Madre negó con la cabeza, le abrazó con la ternura de todos esos años sin poder soportarlo y le acarició una y otra vez su suave y rizada mata de pelo rubio.

A modo de disculpa.

Esta es mi participación en el Vadereto de febrero 2022, que llega tarde pero espero que no demasiado. El poco tiempo que tengo para esto he tenido que dedicarlo a escribir, desatendiendo a personas que considero amigas y que merecía mejor trato de mi parte. Espero que sepáis perdonarme.

Comentarios

Lo más visto.