De pájaros y Traiciones.

 — No recuerdo haberte visto antes por aquí.

— No te extrañes, chica, formo parte de la decoración.
La unica diferencia entre el Vermont y cualquier tugurio parecido es que allí no hay que pagarles una copa para que te den conversación. Cogí mi bourbon y me agregué al corrillo de pasmados que rodeaban al pianista. El tipo destrozaba sin piedad una partitura de los Gershwin hasta que una interminable cascada rubia acudió al rescate con su voz de seda desgarrada. Así que ella era la razón. Mató a dos de aquellos panolis con una caída de ojos. Yo mismo iba a sucumbir cuando algo me aferró por el codo.
— Acompáñeme, señor Clover.
Verkov me esperaba tras su mesa de caoba y cristal, acompañado por la cara de bulldog de Nebraska y otro matón al que no conocía.
— Max Clover. Tenía ganas de conocerte. Dicen que te mueves bien por los bajos fondos.
— En mi barrio nos enseñaban a nadar con los puños cerrados.
— Vaya. Necesito de tus habilidades. He perdido algo de mucho valor para mi. Quiero que lo recuperes.
El sobre contenía la foto de un extraño pajarraco y un fajo de billetes.
— Te espera otro tanto si me lo traes.
— Cinco mil, en billetes pequeños y usados. Veo que se ha tomado muchas molestias. Ese jodido pájaro me resulta familiar.
— El Halcón Maltés. Uno de los tres que usaron en la película. Estaba justo aquí, sobre el escritorio, hasta esta misma mañana. Tienes cuarenta y ocho horas para encontrarlo. Ah, y cuento con tu total discreción.
Decidí echar un vistazo mientras me terminaba el bourbon. Mi vaso había volado, pero mi taburete seguía vacío.
— El nuevo juguete de Víctor, supongo.
— Si, me sortean a las diez, ¿ha comprado ya su boleto?
De cerca era más rubia, más hermosa y mucho menos recomendable.
— Permita que me presente: Violet O’Hennesy.
— Max Clover, juguete, aunque hago de detective en mis ratos libres.
— Eso significa que… ¿todavía no ha aparecido la estatuilla?
— No se de qué me habla, pero mi bourbon acaba de esfumarse. En este lugar desaparecen demasiadas cosas, ¿no cree?
— Podemos resolverlo. Félix, tráenos dos bourbons.
Se acercaron un par de gorilas. El jefe no podía andar lejos.
— Vaya, Max, veo que ya conoce a mi chica. Debería oírla cantar, tiene una voz… Pero quizás en otra ocasión, creo que hoy está usted muy ocupado.
— Cierto, Victor, debo irme. Señorita, ha sido un placer.
Hay ocasiones en que notas que detrás de un sencillo apretón de manos hay algo más. Solo puedes hacer una cosa: guardártelo en el bolsillo y esperar a que nadie te vea. Después averiguas qué abre esa llave, te vas de madrugada a la estación Grand Central y la utilizas para abrir una taquilla de la consigna, recoges la bolsa de papel y te la llevas a tu despacho. Entonces la abres y descubres que acabas de ganarte los diez mil pavos más fáciles de toda tu vida. O tal vez no.
— Max, esta aquí la señorita O’Hennesy.
— Haz que pase.
El negro le sentaba aún mejor que las lentejuelas.
— La señora Verkov, supongo.
— ¡Déjese de estupideces! ¿Lo tiene ya?
Saqué la estatuilla del cajón y la puse sobre la mesa.
— Para mi es dinero fácil, mucha pasta en realidad. Solo tengo que ponerle un lacito y llevarla de nuevo al Vermont. Pero ¿qué es para usted?
— ¿Cuánto?
Cuando tienes buenas cartas, hay que subir las apuestas.
— Veinticinco mil.
— ¡Pobre diablo! ¿No se le ha ocurrido pensar que algo pueda hacer que esa estatuilla valga muchísimo más?
— No, pero diría que usted sabe qué es ese algo.
— Es posible. Y puede que nos beneficiara a los dos.
Nunca podré olvidar aquella mirada.
— Creo que ya comprendo. Primero quería el halcón de Verkov, y ahora quiere el juguete de Verkov. Pues sepa que este juguete no está en venta.
Odio las Derringer. Caben en cualquier sitio. Y entre aquellas curvas había demasiados sitios.
— Bueno, tenía que intentarlo. Ahora deme esa estatuilla y acabemos con esto.
Era difícil negarse. A aquella distancia era imposible fallar hasta con una Derringer.
— Al menos me dirá por qué vale tanto.
— Es bien sencillo. Diamantes. Es así cómo Víctor paga a los cárteles, metiendo diamantes en estatuillas. Las sacan a subasta, ellos ganan la puja y cobran sus dos o tres millones de pavos. Limpio, sencillo, y en las mismas narices de la interpol.
— Entonces, este pájaro llevará dentro…
— Unos dos millones. Mi pasaporte a la libertad. Le robé la llave a uno de sus correos, pero sabía que ese cerdo tendría Grand Central vigilada. Necesitaba que alguien la sacara de allí y entonces apareció usted. Era mi oportunidad.
— Un gran plan. Es una lástima lo de ese tipo.
— ¿Qué tipo?
— El que me vino siguiendo desde la estación.
El grito de mi secretaria fue providencial. Tuve el tiempo justo de sacar mi pistola antes de que Kentucky atravesara la puerta, pero no fui lo bastante rápido. Una flor brotó en el pecho de Violet, rojo sobre negro, y la Derringer cayó al suelo. Kentucky cayó justo después, sin tiempo ya para dispararme.
Aquella tarde Meyers fue todo lo estúpido que le permitía su uniforme: me dejó salir en una hora, libre de cargos y sin poner mucho interés en cierto sobre con dinero. Al fin y al cabo, no todos los días se consiguen pruebas para enchironar a alguien como Víctor Verkov.


Este relato es mi participación en el concurso de «El Tintero de Oro» de este mes, al que llego por casualidad para quedar atrapado por el reto que propone: un relato de género negro. Pensé que podía hacer algo distinto, y me apetecía una barbaridad intentarlo.

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